El Arte de La Poesía (monólogo para teatro)

El Arte de La Poesía
(monólogo para teatro)

Personajes:
Anónimo

ACTO PRIMERO Y ÚNICO

La escena comienza totalmente obscura… silenciosa…
Una tenue luz comienza a aparecer sobre la cabeza del personaje, quien se encuentra ubicado del lado derecho del escenario y con la vista hacia el lado izquierdo y ligeramente hacia el frente, de modo que todo el auditorio pueda ver su rostro.
La luz poco a poco va creciendo…
Se empieza a escuchar el sonido de una pluma escribiendo sobre una página (utilería: pluma blanca con tintero, no un bolígrafo)…
La luz ilumina únicamente el lado diestro de la escena, donde se encuentra el personaje, quien se encuentra sentado sobre una silla frente a un escritorio (preferentemente tipo restirador), donde él se encuentra escribiendo “algo” con la mano diestra (pues es la mano opuesta al público: la otra mano taparía al personaje ante el espectador) sobre un montón de hojas blancas…
El personaje se detiene… queda pensativo por unos instantes… Luego, molesto, arruga la hoja y la avienta ligeramente hacia el lado izquierdo del escenario… Al caer la hoja, una pequeña luz ilumina, a unos dos metros hacia la izquierda del actor, para descubrir al público un montón de hojas arrugadas sobre el piso… Instantes después, aquella luz se apaga en 'fade out'...
El personaje bota la pluma dentro del tintero y permanece unos segundos absorto, viendo arriba, hacia la nada…
Baja la mirada y agacha la cabeza y mira las páginas frente a él…
Se rasca la cabeza con la mano derecha…
Toma su cabeza entre sus manos, hundiendo el rostro hacia los codos y, de pronto, exclama: “¡Aaaaah!”, a modo de desilusión o molestia…
Se queja ligeramente, chasca los labios, suspira y… se detiene…


Luego, permanece en su posición (la cabeza entre los codos) por unos segundos…
Finalmente, súbitamente levanta la cabeza, toma la pluma con su mano derecha (no la zurda que le taparía del público) y escribe algo rápidamente sobre la parte superior de la página; terminando, sonríe ligeramente y dice el título del poema con voz victoriosa:
“El Arte de La Poesía”
Y comienza[1]


La poesía…
El elegante conjunto de palabras…
Una ordenanza de signos,
de significados,
significaciones,
respuestas que,
sin serlo realmente,
se revuelven,
entre pliegos de papel,
sin una jerarquía,
sin importancia,
sin trono,
sin ‘vox populi’,
amorales y antiéticas,
letras antiestéticas
exigentes de belleza
que, como meta,
prometen enredar,
sugestionar y amagar
las mentes de algunos:
aquellos que se nombran,
con su misma espada ‘justa’,
dignos de comprensión
sobre esotros que,
por no tener conocimiento,
se denigran, se empequeñecen,
y se convencen inmerecidos…

La poesía se lee para el alma,
es muda a los oídos…

Al poeta se le entrega,
nunca se le entiende…

Entre los versos y la prosa,
entre rimas y desorden,
se intenta concebir una idea…
un pensamiento que,
aunque ataviado de togas surrealistas,
busca esconder un “algo”…
algo que araña un secreto,
algo que busca un origen,
algo único y sincero,
algo que se rompe
y se desarma
y luego…
¡Ja!…
Luego, se reconstruye,
se adhiere y se conjuga
inquiriendo originalidad,
gritando querer “ser”,
rogando algún “estar”…

Sencillamente y francamente,
un poema no se rasca entre la tierra,
no se hace entre palabras
que se bañan en extravagancia
para obtener un vago título
de sabedor de grafías aristocráticas…

Un poema…
unos largui-locuentes textos
acomodados a modo de…
a modo de…
mmm…
¡a modo de grabar en hojas
admirables exactitudes de letras
adiestradas para robar…!
¡Y sí, para robar,
hurtar suspiros del leyente
para que, así éste,
sin entender la esencia,
se vitoreé al decir:
“Yo le leí… yo le entendí…”!

¡Ea!, quítate esa falacia,
desvístete de esa creencia,
deshazte de la idea tonta
de afirmar que la poesía es,
por hecho inapelable,
unas letras en almíbar…

Un poema bonito es,
nada menos, lector,
que el dulce caramelo
que nos nutre de caries
ese concepto que,
amorosamente,
llamamos: Arte.

La poesía son letras…
y a las letras lo sincero…

A las letras el alma,
la esencia, lo franco…
¡A las letras se les debe…
y se les debe grande…!
¡Debémosles respeto…!
¡Ellas llevan consigo
la mera quintaesencia
que nos libera
entre todas las especies
como hombres…
como humanos…!

La danza de mis grafías
no es el baile
inocente y eufórico
de una niña adolescente,
quien danza
simplemente
por explotar
esa perfecta conjunción
de emociones sinceras,
libres y felices
que se aplastan en un punto…
un punto irresponsable,
un punto libre,
un punto que,
conjugado,
es llamado:
“Amor a La Vida…”


Mis letras,
tampoco,
son el gruñir de un vejete,
quien osa creer que,
a pesar de una experiencia
que pudiera nutrirle
de una sabiduría
simple, feliz y sencilla,
se mira en el espejo y,
admirando sus arrugas
como si cada una
por sí sola
representase
cierta norma legal
que le ‘merece’
sobre los demás,
se atreve
a insultar,
ilusoriamente,
al Tiempo….

No…
Estas palabras
que miras con ojos lascivos
por creerles interesantes,
no son nada…
nada…
nada para ti y,
no obstante,
lo son todo para mí…

Noticia: La mera edad
representa nada…

Estas letras
que lees
(y de las cuales
ya sospechas…
algo…) son, querido lector,
la evolución
a través de miles,
millones de años,
de ese deseo básico
del hombre
para mezclarse
entre aquellos
de su misma especie…

Esto que repasan tus ojos,
son el resultado
de la experiencia de…
¡de la experiencia de
NO un solo hombre
(el cual sería yo),
sino de la sabiduría, eterna y sincera,
de aquella cosa,
instinto angular
de la humanidad,
a la cual bautizamos
como la divina ciencia
(altamente filosofal)
de…
de…
de…
La Comunicación…


En otros ‘decires’,
esta serie de
s-i-g-n-o-s
con los que tú
ahora miras en mi alma, son el producto
de la madurez
de aquello que,
sin más ‘peros’,
le debemos un título:
“La Condesa de la Inteligencia…”
Mas tú y yo,
estimado lector,
le conocemos
(a aquella noble)
como aquello que,
comúnmente,
se le conoce
entre todos nos
(¡y de un modo
estúpidamente
sub-valuado!)
como: “La Duda”…
La duda…

Si supieras…

Para mí,
lector,
La Duda,
y sólo La Duda,
eres tú…
es el hombre…

¡Ay, qué seríamos si nunca hubiésemos conocido a La Duda…!
¡Jamás hubiésemos evolucionado a las civilizaciones actuales!

Otra noticia: La inteligencia
no es otra cosa
que la misma duda…



¡Poetas…!
¡Todos esos
que por bien
saberse las letras
desconocen
las letras del saber…!
¡Libérense…!
¡Regocíjense
pues son escritores,
personas que
venciendo a un miedo
se atrevieron “a…”!


¡Sean…! ¡Sean ustedes…!
¡Sean…! ¡Sean sinceros…!

Por favor,
sean honrados,
sean verídicos
con sus leyentes!

En cada página,
en cada hoja,
en cada poema,
en cada libro,
deja algo tuyo…
Deja algo…
¡verdaderamente tuyo…!

¡Imprime tu corazón!
¡Imprime tu alma…!
Imprime…
Imprímete a ti…
Imprenta tu esencia…
da tu conciencia,
acepta tu inocencia…

Danos, autor…
Obséquianos…
Muéstranos…
¡Dime algo que valga el tiempo digno de quien,
creyendo presuntamente en ti y en tus ‘dicencias’,
te obtiene,
te sonríe…
te desea…!

Poeta, poeta, poeta, poeta,
entiéndelo, por amor a las musas,
no eres ni valdrás jamás
el dinero que valen tus hojas…

Yo quiero,
yo admiro,
yo aplaudo,
yo amo,
sigo y persigo,
al hombre que,
raramente…
finalmente…
conociéndose a sí,
libera sus miedos:
sus temores sociales….


No sólo escribo,
sábete pues…
También leo…
también admiro…
también soy…
yo…
yo antes que poeta,
soy sólo un hombre…

A mí…
¡a mí denme un Gothe,
un Balzac, un Moliere!
A mí denme,
ciertamente,
¡la humanidad del autor,
por ruego mío…!
Denme la esencia de quien yo leo,
pues eso es,
precisamente,
el divino arte de leer…

Sólo leyendo
podemos visitar
ciertas regiones
de esos millones,
y millones
y millones
de grandes y raros mundos
llamados: “Mentes”…

Ah…

La poesía…

Ah…

Un conjunto de palabras que,
empeñándose en adecuar
–casi ridículamente–
perfectos versos,
exactas métricas
y ‘consonantísimas’ rimas,
se desvía de la idea nuclear
por no arriesgar esa vistosa
–y oportunamente atractiva –
cadena de diamantina
la cual sólo busca
hurtar suspiros,
suspiros graves del espectador…

No, no, no, no…
Eso no puede ser la poesía…

¡Maestro Goethe,
hasta tú,
poeta excelso,
aceptaste sin recatos
la libre prosa
como máxima
de expresiones
humanamente francas!

Un poeta que se inclina,
obsesionado por la fama,
en la elegancia letrada,
sólo concibe producir,
sin saberlo ni sentirlo,
alguna mezcolanza ilógica
–y cobarde–
que esconde verdades,
tanto de razones
como de emociones
y, por supuesto
–y no menos importante–
de vastos sentimientos…

Y, ¿ello es arte…?

¡Bah…!

¡Ay!, si vieran que
mi amiga Poesía
desprecia tanto
–y tanto y tanto–
que traten de vestirle
con sedas pasteles…
ridículas…
burlonas…
humillantes…

Noticia:
La Poesía, amigo mío,
¡no es una quinceañera!

No…
Tajantemente:
¡No…!

El arte no es belleza…
–repito –
El arte no es belleza:
pues el arte,
para ser arte,
requiere un lado
no bello,
sino obscuro…
algo imperfecto…
algo humano…

Noticia otra:
El arte es perfecto,
mas sólo es ello cierto
porque la misma imperfección
es la misma perfección…

El arte, compañero,
es expresión humana,
un grito del alma,
un parto de ideas racionales…

¿Acaso la mujer más bella es,
sólo por su estética natural,
una obra de arte…?

Mas, la esencia de tal dama,
arrancada por un pintor
para grabarle en un lienzo,
se transforma, sin duda,
en una maestría pintoresca…

El arte es,
por sí mismo,
arte:
arte, sólo arte y…
y…
puro arte…


Mas, ¡¿quién carajos se atreve…?!
¿Quién es digno asaz
de comprender lo que,
sin duda alguna,
se crea para no concebir?

¿Que tú entiendes un poema…?

¡Bah!, el poema es del poeta…

y, para ti…
lo tuyo…

Lo tuyo…

Lo tuyo nada más un eclipse…

No, querido leyente,
tú que, sin ego alejado,
te nombras perito,
excelso y fastuoso,
de unas letras subjetivas
que jamás fueron por nadie
dedicadas a tu mente,
debo decirte en un poema
que, ni intérprete,
ni cosa de poeta
eres,
ni seas…
ni serás…
jamás, jamás, jamás,
de mis cavilosos signos…

Mi poema es mío:
entiéndelo cual quieras…


Y es que…
un poeta…
un poeta es…
¡es sólo un hombre que busca salidas…!
Expresando ‘algo’
el poeta se libera…
saca sus angustias…
calma su alma…
calla al instinto…
doma a su bestia…

se vuelve humano…

Para mí,
el escritor,
el trovador,
el bohemio,
el poeta,
sabe que,
al sentarse
dedica a sus letras
una parte grande
de su preciada vida…

Un poema
es un obsequio
de la vida de su autor…

En cada verso
se puede leer entrelíneas
aquella cierta,
bella y verdadera,
dedicación,
el esfuerzo,
el miedo,
el sufrimiento,
el pensamiento
y el ser en sí
que deja el poeta,
a modo de estela,
a manera de rastro,
en sus obras…

En el paquete
de palabras
que te cargas
y que llamas: libro,
se incluye cada segundo,
cada fumarola,
cada razonamiento,
cada emoción,
cada expresión,
cada trago…
cada reflexión…
cada suspiro…
cada idea…
cada aprecio…
cada satisfacción del que escribe…

Un libro
es el esfuerzo heroico de algún hombre
para expresar su “ser”,
para gritar su “estar”…


Mas…
volviendo a los poetas,
¿quién so yo,
irónicamente,
para juzgar
a la Poesía…?

Jajaja…
he caído en mi propia trampa…

El arte de la poesía…

El arte está en el poeta…
y el poeta…
el poeta es poesía…

Sí…

El poeta es poesía,
la poesía es el poeta,
el poeta es hombre,
el hombre humano,
y el humano…
el humano imperfecto…

La poesía es,
sin más,
imperfectamente
belleza perfecta…

Punto final…



[1] NOTA: Mientras se declama, las próximas acciones, los ademanes y la tonalidad de voz ya dependerán libremente del actor, pues, finalmente, el actor también es artista y, por lo tanto, también debe crear, componer, parir ideas propias, dar a conocer su ‘trait’, su toque de originalidad… Igualmente, las pausas entre ideas quedarán al gusto del acuerdo entre el actor y el director, aunque se exhorta vehementemente que se respeten los puntos suspensivos (a los cuales –quisiera aclarar–, de hecho, me gusta nombrar como “puntos reflexivos”)… Por otro lado, si el poema es demasiado largo para la capacidad de memoria del actor, se recomienda lo siguiente: Un actor similar al protagonista (mas ataviado igualmente que éste), podría aparecer del lado contrario del escenario que, cuando uno dice algo, el otro contesta, a modo de que se tratase el segundo de una especie del reflejo en el espejo del primero (cabe mencionar que, si se trata de un reflejo en el espejo, entonces la mano del segundo actor seguiría siendo la mano opuesta al público)(también se debe indicar que jamás deben estar prendidas las luces sobre la cabeza de ambos: sólo uno, a la vez que el iluminado declama). El orden entre las ‘dicencias’ repartidas entre ambos personajes, queda totalmente a decisión del director de escena.

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